¿Qué es pensar? Tercera parte

¿Qué es pensar? Primera parte
¿Qué es pensar? Segunda parte

Ir al cine a ver películas de terror no es el peor de mis vicios. Por eso lo confieso. Si no llega a dominarnos, el miedo es una emoción muy filosófica. Hay que aprender a degustarlo como si fuera una comida picante. Los mejores directores de cine de terror son aquellos que saben exactamente el momento y la cantidad de miedo que deben administrar para que resulte placentero. En el instante del miedo nos ponemos en la piel del protagonista. Está solo en casa y ha oído un ruido. Una sombra cruza la puerta. Tenemos miedo porque sabemos que hay algo, pero no sabemos qué es.
Esto es posible porque no es lo mismo la existencia que la esencia. Si existir y ser algo fueran lo mismo entonces simplemente con saber que algo existe, sabríamos qué es, pero no es así. No es lo mismo preguntar ¿tengo la comida hecha? ¿existe mi comida? que preguntar ¿qué comemos hoy?
En realidad nosotros ahora estamos en una situación parecida a la del protagonista de nuestra película de terror. Sabemos que el pensamiento existe, que hay pensamiento, pero no sabemos qué es. No es posible negar la existencia del pensamiento, de hecho es lo único cuya existencia no podemos negar con sentido. Si pienso que el pensamiento no existe, evidentemente estoy equivocado. Ahora bien, qué sea el pensar no es tan evidente.
Volvamos a la película de terror. Cuando el protagonista se da cuenta de que en el sótano de su casa hay algo y nosotros nos mordemos las uñas suplicando “no entres, no entres”, el tipo va y entra. En el mejor de los casos los ruidos los producía su gato. En el peor, se encontrará frente a una niña pálida y despeinada, vestida con un uniforme de colegio antiguo, que le mira a los ojos con toda la cólera de los infiernos. En el primer caso suspirará tranquilo, en el segundo echará a correr, gritará paralizado, se desmayará o le arreglará el pelo con cariño a la niña. Es igual. El problema inicial, que consistía en averiguar qué era aquello que había en su sótano, ya está resuelto. Saber qué es algo es poder definirlo y no hay problema alguno en dar una definición de gato o de fantasma. Definir viene a ser algo como delimitar, es decir, ponerle límites a algo. Si hago un círculo en el suelo, me meto dentro y digo “aquí sólo entramos yo y mis amigos”, estoy definiendo el territorio de mi banda. Al averiguar qué es algo, lo que estamos haciendo es definirlo: de algún modo el pensamiento hace un círculo, mete la cosa esa dentro y dice “esto es un gato” o “esto es un fantasma”, luego todas las cosas que se parezcan al gato, las meterá en el círculo de los gatos y las que se parezcan al fantasma, en el de los fantasmas. Definir consiste pues en establecer límites, pero los límites sólo tienen sentido si hay algo fuera. Si digo que algo es un gato, también estoy diciendo que no es un perro, ni una mariposa ni -suspiro de alivio- un fantasma. De este modo, estos circulitos del pensamiento (de ahora en adelante los llamaremos conceptos) forman una especie de tablero de ajedrez, en el que cada casilla se define por su relación con las demás. Pero el tablero mismo no está en ninguna casilla. Veamos esto con más atención.
Si queremos averiguar dónde está cualquier objeto en el espacio, simplemente debemos elegir un punto de referencia e indicar las coordenadas de dicho objeto respecto a ese punto. De este modo podemos localizar cualquier objeto en el espacio infinito. Pero el espacio mismo, ¿dónde está? Esta pregunta claramente no tiene sentido, porque el espacio no puede ocupar ningún lugar. El espacio no está en ningún sitio. Lo mismo ocurre con el tiempo; puedo preguntar cuánto dura una película, pero no cuánto dura el tiempo. Ahora bien, el pensamiento es el espacio infinito en el que se extienden limitándose unos a otros, los conceptos. Cuando definimos algo lo que hacemos es introducirlo en uno de esos conceptos. Pero del mismo modo que no hay un lugar en el que podamos situar el espacio mismo, no hay un concepto con el que podamos definir el pensamiento mismo. ¿Qué significa esto?
En la segunda entrega de esta serie de posts decíamos que sólo podríamos averiguar qué es el pensamiento si pensábamos de verdad. Decíamos que aquellas cosas en las que pensamos cotidianamente no explotaban todas las potencialidades del pensamiento. En efecto, los gatos, los fantasmas, las piruletas, los agujeros negros... pueden despertar nuestra curiosidad mientras no sabemos qué son, pero en cuanto conseguimos aplicarles un concepto, nuestra curiosidad cesa, dejamos de pensar en eso y a otra cosa, mariposa. Necesitábamos encontrar algo en lo que el pensamiento tuviera que emplearse a fondo, tenía que ser algo completamente distinto de todo lo demás. Las cosas de nuestra vida cotidiana existen y son algo. No nos sirven, porque para el pensamiento es coser y cantar descubrir qué son. Hay otras cosas (la mayoría) que son algo, pero no existen. Es el caso de los fantasmas, los círculos cuadrados, las hadas y los políticos honrados; sabemos qué son, podemos definirlos, podemos situarlos en el espacio lógico del pensamiento junto a otros conceptos, pero no existen. Estas cosas tampoco nos sirven, su ser no representa ningún problema fundamental. El pensamiento, sin embargo es una cosa bien extraña porque existe, pero como no puede definirse, no tiene esencia: ¡no es nada!
Para pensar de verdad, lo que hay que pensar es el propio pensamiento. Ahí el pensamiento tendrá que esforzarse sin poder nunca decir “ya está”, porque nunca podrá encontrar un concepto que lo limite. El pensamiento no podrá entonces terminar su tarea y ocuparse de otra cosa, sino que ya estará para siempre preocupado. Esta no será ya una preocupación cualquiera, sino una preocupación fundamental, irresoluble.
Al principio, cuando tratábamos de determinar qué era pensar, nos dábamos cuenta de que por mucho que pensamos no sabemos qué es pensar. De hecho, cuando nos tomamos la pregunta en serio, lo que ocurre es que nuestro pensamiento se queda en blanco. Si me dicen que piense en un perro, imagino un perro. Incluso si me dicen que no piense en un perro, acabaré pensando en algo, probablemente en un perro. Pero si me dicen que piense en el pensar, mi mente se queda en blanco, no aparece nada. Creíamos que la verdadera naturaleza del pensar se nos ocultaba, pero ahora sabemos que no es así, en realidad se nos estaba mostrando con meridiana claridad, con la claridad blanca y pura de la nada.
El pensamiento se nos muestra como algo que no tiene ser. Le falta el ser, pero lo necesita. Del mismo modo que al abrir un envase cerrado al vacío enseguida se llena de aire, la nada del pensamiento está abierta y necesita llenarse de ser. Si el envase cerrado al vacío fuera infinito, estaría siempre absorbiendo aire, sin llegar a llenarse del todo, sin dejar nunca de estar vacío. El pensamiento es infinito, por eso se lo traga todo, busca llenarse de ser, pero no deja de ser nada. Apunta al ser como algo que le ha sido robado y debe serle restituido. La tarea propia del pensar es entonces buscar sin cesar el ser, no el ser de una mesa o de un murciélago, sino el ser mismo, el auténtico, el que funda y da sentido a todos los demás seres: el ser que le falta.
Ahora estamos peor que al principio. Antes no sabíamos qué era el pensamiento. Ahora sabemos que el pensamiento no es, pero que apunta al ser. De modo que no sólo no hemos resuelto el problema inicial, que ahora nos aparece como irresoluble, sino que ha aparecido otro problema todavía más fundamental, todavía más difícil: ¿qué es el ser al que apunta el pensar?

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