La Tiza (un relato de filosofía-ficción, medio pedagógico)

He de reconocer que la asignatura de Filosofía no era mi preferida. Para colmo, casi siempre coincidía con las últimas horas y cuando el hambre aprieta no hay silogismo que valga. Recuerdo aquellas largas clases imaginando suculentos platos de espagueti a la carbonara...
A veces me entretenía dibujando a los filósofos. A Platón lo dibujaba barbudo y bizco. Creo que debía ser bizco, y por eso despreciaba tanto el mundo visible. Se conoce que Platón sólo se sentía a gusto en su mundo de ideas, que sería el único en el que veía bien. Como yo entonces tenía una vista envidiable -oh, juventud, divino tesoro- campaba a mis anchas por el mundo visible de los macarrones, las películas de Clint Eastwood y ciertos ombligos que me tenían loco. También hice una caricatura del Genio Maligno de Descartes. De la cabeza del Genio salía una nubecita y en ella estaba Descartes, como si fuera un sueño del Genio Maligno. Pero a su vez de la cabeza de Descartes salía otra nubecita que envolvía al propio Genio de manera que no se sabía quién soñaba a quién. Este dibujo era uno de los mejores que hice, lástima que al pasarlo en clase fuera interceptado por el profesor, que tras examinarlo con cara de asco lo rompió en pedazos y lo tiró a la papelera. A partir de entonces decidí mantener mi obra a buen recaudo, para evitar molestias. Es curioso, pero creo que Descartes tuvo que hacer algo parecido con sus propios escritos. Dibujé también a Kant y a Nietzsche. A Kant lo imaginaba como un hombrecillo jorobado sentado encima de un libro gigantesco con el título “Crítica de la Razón Pura”, que espantaba a priori. A Nietzsche lo dibujé como una especie de supermán con grandes bigotes y he de decir que este dibujo gozó de gran popularidad entre mis compañeros, aunque, a mi juicio, era el menos original.
Aquél día nuestro profesor -un señor mayor y grisáceo- no estaba especialmente brillante. Como casi siempre era última hora y sus palabras nos sobrevolaban como nubes espesas. El ambiente en clase era el acostumbrado: a primera vista parecíamos atentos, pero en realidad había una bulliciosa actividad de fondo, algunos aprovechaban para hacer los deberes de otra asignatura, otros hojeaban el libro de texto en busca de ilustraciones, una se cepillaba la melena sujetando un gancho del pelo con la boca, en la última fila se pasaban a escondidas un 'ahorcado', etc. Yo mismo había desarrollado la capacidad de seguir al profesor con la mirada asintiendo de vez en cuando para crear la ilusión de que entendía algo, pero en realidad ya estaba saboreando el plato de arroz a banda que me esperaba en casa. Si no recuerdo mal, cuando ocurrió, el profesor estaba inmerso en una reflexión acerca de la regularidad de la naturaleza. No paraba de decir que a las mismas causas siempre les siguen los mismos efectos, haciendo hincapié en el 'siempre' y en el 'mismo', como si le dolieran. Entonces puso el ejemplo de la tiza. Siempre encontraba la manera de ilustrar lo que decía con el ejemplo de la tiza.
- A las mismas causas -dijo -siempre les siguen los mismos efectos. Por ejemplo -añadió levantando el brazo-, si suelto esta tiza...
Pero para asombro de todos, cuando el profesor soltó la tiza, ésta se quedó suspendida en el aire ingrávida, descarada e insultantemente. Imagínense ustedes la cara que se le quedó al profesor cuando, además del plantón de la gravedad, nosotros nos echamos a reír. Ahora lo recuerdo avergonzado, pero en aquél momento no sólo no le compadecí, sino que lideré el cachondeo de la clase con el ánimo de humillarle en la medida de lo posible. El profesor se quedó pálido cuando la chica que se cepillaba el pelo le espetó: “Tanto pensar y tanto rallarse la cabeza y luego la realidad hace lo que le da la gana”. No lo pudo soportar. Recogió sus cosas con las manos temblorosas y salió del aula. Allí nos quedamos nosotros muertos de risa, ajenos a su amargura, y la tiza inmóvil a un metro y medio del suelo.
Al día siguiente el profesor no vino a clase, pero a nadie pareció importarle. Se había formado un buen barullo alrededor de la tiza. Nadie se atrevía a tocarla, pero todo el mundo quería verla. Al final el director decidió que había que cerrar el aula y dar parte a las autoridades locales para que se ocuparan del asunto. Lo bueno es que el instituto era pequeño y no había un aula vacía para nosotros, así que estuvimos sin clase un tiempo, lo que celebramos con gozo. Esa semana salimos en la tele, y durante aproximadamente un mes, fuimos el centro de atención de todo el mundo. Vinieron cámaras de la BBC, de la CNN y hasta de Al Jazeera. Pasaron por allí todo tipo de personajes extraños: físicos, curiosos, hippies, sacerdotes, políticos, poetas, y hasta un tío flaco vestido con una túnica blanca. No estoy muy al tanto del tema, pero creo que los científicos hicieron todo tipo de mediciones y no encontraron nada anormal. Ninguna fuerza oculta, ningún campo electromagnético misterioso, nada. Lo único fuera de sitio allí era la tiza, de modo que al final se admitió de forma generalizada que el fenómeno había ocurrido porque sí. Mientras tanto nuestro profesor se había dado de baja y vino a sustituirle una profesora jovencita, dicharachera y muy simpática. Vamos, lo contrario de nuestro viejo profesor.
Poco a poco el asunto de la tiza dejó de generar interés. Al final sólo venía algún turista de vez en cuando con una cámara, pero nada que ver con el revuelo inicial. Se notaba que nuestra nueva profesora tenía muchas ganas de dar clase porque acabó convenciendo al director de que abriera nuestra aula argumentando que era tontería tenerla cerrada porque al fin y al cabo a nadie le interesaba ya la tiza y no se había encontrado nada peligroso. El director cedió, pero nos hizo prometer que no íbamos a tocarla porque, después de todo, era algo curioso de ver y además, nunca se sabe...
No tardamos en acostumbrarnos a la presencia de la tiza. A fuerza de verla era ya prácticamente invisible para nosotros. Entrábamos y salíamos rodeándola mecánicamente. Nuestra nueva profesora aprendió enseguida nuestros nombres, lo que le permitía llamarnos al orden en cuanto nos despistábamos: “Fulanito, deja eso y atiende”, “Menganito, ahí fuera no hay nada que ver, haz el favor de mirar a la pizarra”, “Zutaniza, déjate el pelo”. Ya no había manera de fantasear con platos de espagueti y arroz a banda porque la nueva profesora nos mantenía en una tensión constante. Siempre estábamos haciendo algo: veíamos diapositivas, documentales y películas; hacíamos trabajos, esquemas y resúmenes; visitábamos museos, ruinas y bibliotecas, hacíamos pruebas orales, escritas y tipo test. Un día la profesora descubrió mis dibujos y en vez de romperlos, como hubiera hecho nuestro viejo profesor, decoró con ellos la clase. Decía que eran muy bonitos. A mí esto me avergonzó profundamente y dejé de hacer caricaturas de filósofos. Entonces me di cuenta de que añoraba al viejo profesor. Me gustaba que mis dibujos le ofendieran, y me gustaba cuando elegía las palabras dolorosamente para expresar abstrusos conceptos y no entendíamos nada. Daba gusto verlo pensar. Recuerdo que en más de una ocasión paró la clase diciendo que acababa de comprender algo... ¡Él! Se quedaba entonces unos instantes feliz y entusiasmado. Aunque nosotros no entendíamos nada, de algún modo durante esos instantes participábamos de su felicidad y su entusiasmo.
A veces miraba la tiza, suspendida en el aire desde el día en que nos dejó nuestro viejo profesor, y me preguntaba qué sería de él. Pero no podía dedicar mucho tiempo a estas ensoñaciones porque en cuanto me despistaba la nueva profesora me interrumpía con su “atiende, que no podrás hacer luego la redacción sobre el documental”. Supongo que igual que a mí, a todos nos daba vergüenza reconocer que echábamos de menos a nuestro viejo profesor.
Un día escuchamos en los pasillos un jaleo terrible. Nuestra nueva profesora tuvo que parar el vídeo porque el griterío aumentó rápidamente. Algunos de mis compañeros abrieron la puerta de clase y vimos a nuestro viejo profesor forcejeando con el director, el jefe de estudios y el conserje. “¡La tiza! -gritaba- ¡soltadme malditos!, ¡dejadme!”. Nosotros ya casi no nos acordábamos de la tiza, aunque la teníamos delante todos los días, pero sin duda nuestro viejo profesor no se la había quitado de la cabeza ni un instante. Aunque lo tenían cogido entre tres, al fin, en un descuido, se soltó y en pocas zancadas -impropias de su edad- se plantó en clase. Su aspecto era lamentable. Tenía el pelo largo y despeinado, la barba de una semana, la ropa sucia y arrugada y los zapatos rotos. Nuestra nueva profesora se hizo a un lado espantada. El director, el jefe de estudios y el conserje le gritaban que no lo hiciera, que se calmara, pero él alzó la mano derecha y con el dedo pulgar e índice cogió la tiza y lentamente la depositó despacio en el suelo. Entonces dijo con infinita satisfacción: “Ya está”. Empezó alguien a dar palmas discretamente, pero enseguida estábamos todos aplaudiendo.
Hace tiempo que dejé el instituto y no sé nada del viejo profesor, pero cuanto más pienso en aquellos sucesos más me convenzo de que, en ese momento, lo más importante me pasó desapercibido.

Felipe Garrido Bernabeu