¿Qué es felicidad? -Me preguntas...
Diálogo entre Sócrates y la sacerdotisa Diótima
Sócrates: ¿Qué es la felicidad?. ¿Qué caracteriza al hombre feliz, diferenciándolo del que no lo es?. ¿Acaso no es feliz el que está a gusto, el que disfruta, el que goza?
Diótima: Pero esto no basta para distinguir al hombre feliz del que no lo es. Todo el mundo está a gusto en ocasiones, en ocasiones está a disgusto y en otras simplemente está.
Sócrates. Pudiera ser que el hombre feliz fuese el que disfruta en más ocasiones que sufre.
Diótima. ¿En cuantas más? ¿en una, en diez? ¿no compensaría un instante de gozo intenso muchos de escaso sufrimiento?. No hay suficiente homogeneidad para contabilizar y sopesar goces y amarguras.
Sócrates. ¿El hombre feliz sería entonces el que disfruta en general, el que vive placenteramente y sólo se aflige en ocasiones? ¿sería la felicidad, en consecuencia, vivir generalmente a gusto, satisfacer regularmente nuestros deseos, realizar casi todos nuestros proyectos, propósitos, sueños e ilusiones? ¿vivir, prácticamente, como nos dé la gana?.
Diótima. Tampoco la esencia de la felicidad se encierra en esta definición. Según ella, el indolente de pocos deseos que fácilmente satisface es feliz, al igual que lo es el que lleva una vida regalada de abundantes e intensos deseos que por fortuna puede satisfacer. Tan feliz sería el que disfruta ayudando a los demás, como el que goza causando el daño ajeno. El holgazán, el frívolo caprichoso, el malvado, el del alma pervertida o perversa ... todos ellos pueden llevar una vida placentera. Y según esta definición serían felices. Sin embargo, así como tiene sentido preguntarse si sus placenteras vidas son buenas -¿es bueno el placer basado en la enfermedad, en el alivio del dolor, en la estupidez, en la perversión?- no tiene sentido hablar de una buena o mala felicidad.
Sócrates. Parece entonces que la felicidad es la vida placentera buena, si es que tal cosa existe o ¿acaso sería la felicidad la vida buena menos dolorosa?.
Diótima. Es la vida placentera buena. La vida placentera que puede llevar no el holgazán, el caprichoso, el de alma perversa... sino el hombre sabio, bueno y de buen gusto. La felicidad es disfrutar de lo que estima el hombre sabio, bueno y de buen gusto.
Sócrates. Por tanto la felicidad exige, de un lado, los deseos, las preferencias, los gustos de tal hombre, es decir, la voluntad buena y de buen gusto, y por otro, la fortuna de satisfacerla ¿verdad?.
Diótima. Sí, efectivamente, pienso que la felicidad es el placer que acompaña a la satisfacción, a la expresión, a la realización de la voluntad buena y de buen gusto.
Sócrates. ¿Y en qué consiste esa voluntad? ¿qué cosas desea? ¿qué es lo que estima y le interesa?
Diótima. El vago, el cobarde, el frívolo, el pervertido... se manifiestan como hombres mermados en su humanidad al no servir a su dimensión humana, antes bien se sirven de ella. Son hombres cuya voluntad se encuentra deformada y no expresa la verdadera naturaleza humana, lo específicamente humano, la esencia del hombre. En cambio, la voluntad buena y de buen gusto es una voluntad íntegra, que sólo sirve a la dimensión humana del hombre, de manera que su expresión es la expresión de su humanidad, de su verdadera naturaleza, de su esencia: el espíritu, la razón. En efecto, lo que principalmente interesa al hombre sabio, bueno y de buen gusto, no es su bienestar material. Esto sería creer que la comodidad es la felicidad, tampoco busca su distinción social, el poder, pensando que la felicidad es el sentimiento de orgullo –autocomplacencia-. El hombre sabio, bueno y de buen gusto no desea por sí mismos la riqueza y el poder. Puede necesitarlos, pero ello confirma que nos los considera lo más importante. Lo que realmente le interesa es su bienestar espiritual: conocer la verdad, obrar el bien, contemplar la belleza. Verdad, bondad y belleza suscitan en él los deseos con los que se identifica, los que son característicos de su especie, lo más humanos. Y procura el resto en la medida que sirvan a la satisfacción de éstos.
Esta jerarquización de sus deseos exige un esfuerzo, una lucha interior, un combate contra sí mismo, una fuerza de voluntad: la virtud. En efecto, en aras de la felicidad, en aras de satisfacer los deseos de verdad, bondad y belleza, el hombre sabio, bueno y de buen gusto sacrifica su comodidad y su orgullo, y soporta el desprecio de los que buscan la riqueza y la distinción por sí mismas. Por si fuera poco nunca alcanza aquello que más desea; verdad, bondad y belleza son los fines de una actividad que en realidad siempre está desarrollándose, sin finalizar jamás. De manera que tiene que contentarse con conocer mejor la verdad, obrar mejor el bien, y contemplar mejor la belleza.
Sócrates. Pero ¿la verdad, el bien, la belleza, de qué?.
Diótima. De aquello que no se alcanza a conocer, obrar o contemplar: la cosa en sí, lo absoluto, el ser...
Sócrates. Pero si lo absoluto es inalcanzable, ¿cómo suscita entonces el deseo de alcanzarlo?
Diótima. A esta pregunta no te sabría responder más que con un mito –el del pecado original valdría- pero te diré que el hombre sabio, bueno y de buen gusto, expresión de la razón, del espíritu, siente su ausencia como una pérdida, como un extravío. La pérdida de aquello, que es más que un valor, es la fuente de todos los valores -cuyo conocimiento es la verdad, cuya obra es el bien, cuya contemplación es la belleza- Y un extravío, siente estar perdido en un mundo extraño, hueco, vacío, carente de sustancia y de sentido. Buscando lo absoluto en sus tres aspectos –intelectual, moral y estético- es como el hombre sabio, bueno y de buen gusto se va orientando y encontrando. Esta orientación y reconocimiento constituyen su formación, su nacimiento, su evolución, su desarrollo, su vida propia, la vida de su espíritu.
Sócrates. Así, podemos decir, que la felicidad es el placer de llevar una vida propia, el placer de desarrollarse a sí mismo, es decir, de desarrollar su esencia, su razón, su espíritu, su humanidad.
Diótima. Más claramente: felicidad es el sentimiento de aproximación a lo absoluto, el sentimiento de ser en sí para lo absoluto. Y, si como hemos dicho, lo absoluto es fuente de todo valor; la felicidad es la estima, el aprecio, el amor, de lo valioso; el gusto de mejorar.
Sócrates. Hablando contigo, Diótima, me siento feliz y ahora sé por qué; me has enseñado algo que lo reconozco como propio, como si ya lo supiera pero lo hubiera olvidado. Tus palabras tienen esa chispa cuya luz ilumina mi pensamiento y lo desarrolla. Me ayuda a orientarme y a encontrarme, me hace más consciente, y por tanto, me ayuda a ser mejor.
Diótima. También yo, Sócrates, soy feliz al hablar contigo. Porque ayudándote a ser mejor no sólo dirijo mi conducta al logro de tu bien, sino también al del mío. Yo también, mejoro mi carácter, mi conducta, mi relación contigo; y tu felicidad y la mía se refuerzan mutuamente por empatía. Y en otra ocasión serás tú de quien yo aprenda.
Sócrates. Yo no sé nada.
Diótima. Acabas de decir que te he enseñado.
Sócrates. Es cierto. A partir de ahora diré que sólo sé de los misterios del amor en que Diótima me inició.
Diótima. Y yo te auguro, jovencísimo Sócrates, que llegarás a ser el gran maestro del amor, el virtuoso de la búsqueda, de la pregunta, de la indagación. El poeta del vacío que respuesta alguna podrá llenar, el amante no correspondido, el ciudadano ateniense eternamente incomprendido.
Segunda Parte